Editorial:
Un cuento de Lilia Cremer, San Fernando
Había una vez dos chicos, un varón llamado Juan Manuel, pero como era un nombre largo, le decían Juani, y una nena llamada María Candelaria, pero como era un nombre largo, le decían Candi.
El papá de los chicos era médico y vivía solo en un departamento, la mamá era periodista.
Juani y candi vivían con su mamá. El papá vivía en otra ciudad. No lo veían mucho y menos en ese momento en que tenía tanto trabajo yendo de un hospital a otro atendiendo enfermos todo el día.
Los chicos dicen que los padres ya no están enamorados, que son solo amigos. Y que siempre, siempre, siempre serán sus padres. Que eso no se puede cambiar por nada del mundo.
Cuando se quedaban solos en la casa, se aburrían mucho, no mucho, muchísimo, muchisísimo porque las clases estaban suspendidas. Cuando la mamá se iba a trabajar les recordaba que no podían salir por ningún, ningún motivo. Les explicó que estaba sucediendo algo muy grave en todo el mundo. Un virus que es algo muy, muy, pero muy chiquito estaba haciendo un daño tan, pero tan grande, grandisísimo como si fuese un monstruo gigante. Entonces la gente de todo el mundo se tenía que quedar en la casa bien guardada, guardadísima.
La mamá, que estaba obligada a salir a trabajar, le pedía a su vecina, la señora Brunilda que los llamara por la ventana de su cocina que estaba pegada, a la ventana de la cocina de ellos, para ver si estaban bien.
Se reían cuando la señora Brunilda, recién levantada de la cama, se asomaba por la ventana con cara de dormida y el pelo como nido de cotorras. Ente ellos le decían, señora Brujilda.
Los chicos miraban por las ventanas que daban a la calle y todo estaba solitario. Era muy, muy aburrido, aburridísimo, aburridisísimo, entonces buscaban los libros de la biblioteca.
Los libros eran lo más divertido.
Juani y Candi todavía no sabían leer. Estaban en inicial. Pero mirando las ilustraciones era como si leyeran.
Extrañaban mucho a sus compañeros y a la seño.
Cuando había sol y entraban los rayos por las ventanas, todo se iluminaba y había alegría. Pero un día el cielo se oscureció tanto que parecía de noche. Empezaron a oírse truenos muy fuertes y las luces de los relámpagos parecían flechas que caían sobre ellos.
Cuando se cortó la luz les agarró ¡un chucho! ¡Peor que el de Manucho! Entonces empezaron a llamar a la bruja, perdón a la señora Brunilda, a los gritos, pero ella no apareció.
Lo que no sabían era que Brunilda tenía mucho miedo a las tormentas y se metía debajo de la cama.
— ¡Miremos el libro mágico!— dijo entonces Candi. Era un libro que les había regalado la abuela y todavía no lo habían visto.
En lo peor de la tormenta Juani y Candi a oscuras abrieron el libro. Ahí nomás, del interior, entre las hojas, salió un sol que los hizo pestañear. Los dos fueron corriendo a buscar sus anteojos oscuros para protegerse.
En esa primera página apareció el personaje de la tapa, que dando un salto, se paró justo, justo sobre la mano de Juani.
Candi se sobresaltó, pero el hombrecito comenzó a hablar con tanta dulzura que la calmó.
Les preguntó a los chicos por qué estaban aburridos y ellos le contaron que no había clases y que no veían a sus compañeros, ni podían salir para ir a la plaza, ni a la casa de la abuela, ni esto, ni aquello y bla, bla, bla, bla.
—¡Bueno! —dijo el hombrecito— ¿para qué está mi libro? ¡Ahora a divertirse! Y se metió de un salto en el libro.
Juani abrió la página siguiente y se iluminó también y además sopló un viento suave con el que apareció una mujercita …
¡¡¡Con alas!!! Las alas comenzaron a moverse y voló hasta posarse en el hombro de Juani.
—Acá les traigo lo que ustedes siempre quisieron— dijo la mujercita. —Es el gato “diferente”. ¡Vamos michi¡ ¡Saltá!¡Saltá! y entonces el gato saltó sobre la falda de Candi.
Los chicos recordaron que siempre habían querido tener un gato, pero sus papás decían que no, porque vivían en departamento.
La mujercita después voló al libro y dio varias vueltas diciendo algo así como:
¡¡¡melemqumelincalayaá!!! Y apareció…un perro. Lo que siempre habían querido, pero sus papás decían que no, porque vivían en un departamento.
El perro era un cachorrito muy juguetón que enseguida se hizo amigo del gato.
Corrían y corrían por toda la casa. Juani y Candi corrían con ellos. Todo estaba iluminado por el libro.
—¿Tendrán hambre? —dijo Candi.
—Vamos a darles un poco de leche y trocitos de carne—, dijo Juani.
Los animalitos devoraron todo en un minuto.
La mujercita volvió a salir volando del libro y les dijo —Den vuelta la página.
Entonces apareció un hermoso jardín parecido al de la abuela. Había muchas, muchas, muchísimas, muchisísimas plantas y muchisísimas flores y muchisísimos pájaros y de pronto entre unas matas apareció una… tortuga.
Sí, una tortuga, que siempre habían querido tener, pero sus papás decían que no, porque vivían en un departamento.
Y enseguida saltó de entre las plantas un… conejo.
Juani y Candi estaban maravillados. Siempre habían querido tener un conejo, pero sus papás decían que no, porque vivían en un departamento.
Los animales saltaban y jugaban, los pájaros cantaban y se posaban en los muebles.
Candi les puso una compotera con agua y al conejo le dio una zanahoria. Todos estaban felices.
El único problema era que iban dejando “regalitos” por todos lados, sobre el televisor, sobre la compu de mamá, sobre los sillones, sobre el mantel de la cocina,
Juani no quería ni mirar. Mamá nos va a matar cuando vuelva, pensaba.
El hombrecito de pronto aparecido por entre las páginas del libro y preguntó:
—Chicos, ¿Qué otras cosas quisieran tener en este momento?
Los dos hermanitos dijeron al unísono, que quiere decir al mismo tiempo.
—¡A nuestros amigos!
—Bueno, comprendido— dijo el hombrecito y se metió en el libro. Inmediatamente empezaron a salir chicas y chicos de la edad de Juani y Candi. Eran millones y millones de chicos. La casa no alcanzaba para meter a todos.
Era una fiesta. Una fiesta maravillosa. Todos empezaron a cantar las canciones que habían aprendido en la sala con la seño.
Los animales también cantaban en su idioma.
De pronto se oyeron unos gritos que venían de afuera. Juani reconoció la voz. Era la señora Brujilda asomada a la ventana.
—Chicos, chicos, ¿qué son esos ruidos?
—Nada, nada, es el viento— gritó Juani.
Candi pensó que su mamá estaría por volver del trabajo.
Entonces dijo— ¡Está por venir mamá!
El hombrecito cuando la oyó salió del libro.
—Bueno chicos nos despedimos hasta otro día. Guarden el libro antes de que vuelva su mamá y no cuenten nada de lo que aquí ha pasado. ¿entendido?
De pronto todos habían desaparecido.
Cuando la mamá abrió la puerta los saludó de lejos, y fue directo a bañarse y a cambiarse toda la ropa, porque podía traer el virus, o sea el monstruo chiquito que no se ve y contagiarlos a ellos.
Cuando regresó les dio un abrazo y les preguntó cómo habían pasado el día con semejante tormenta y para colmo sin luz.
Juani y Candi gritaron —¡¡¡Re bien mamá!!! Fue muy divertido quedarse en casa.
La mamá, con cara de cansada, sonrió y dijo abrazándolos.
—¡Ah! Mis hijos son lo mejor del mundo y los tres rieron.